Sobre el rencor: Adictos al odio.


El rencor puede que sea una de las sensaciones que más nos afecta y nos lastra en el día a día. He pasado por varias situaciones en mi vida en las que he tenido que decidir si seguir odiando o olvidar pasar página. Aunque otras veces no he tenido opción a elegir por cuestión de “supervivencia”. Ambas opciones tienen su utilidad práctica.

Esta foto no tiene nada que ver con la entrada pero rellena el hueco feo.

Esta foto no tiene nada que ver con la entrada pero rellena el hueco feo.

En ocasiones hablo con gente que veo que está afectada por alguien que le ha hecho daño. Sorprende lo delgada que es la línea que separa el amor del odio. Yo hace tiempo que conozco mi forma de llevar estas situaciones.

No soy rencoroso, pero nunca olvido. Acepto que la gente tiene su parte mala, sus demonios, y que puede por motivos que no aceptamos hacernos daño. O incluso a veces por motivos justificados. Lo de gastar energía día a día alimentando un rencor ya hace tiempo que aprendí que es algo inútil. Suelo derivar, con el tiempo, hacia el perdón o hacia la indiferencia total. Esta última en la mayoría de los casos. Suelo decir, para gente que no es realmente importante en mi vida, que a mí me decepcionan solo una vez. Cuando veo que alguien me hace daño por motivos que no acepto, suelo poner una barrera entre esta persona y yo, la confianza se reduce a cero… la saco de mi vida. Si no tengo más remedio que interactuar con él, por motivos de trabajo por ejemplo, soy capaz de mantener una relación totalmente cordial y sincera, no voy a ser hipócrita, solo tolero su existencia. Ni siquiera voy a esforzarme en perjudicarla de alguna forma aunque vea que esta otra persona lo intenta hacia mí. En cierto modo para mí esa persona se convierte en un objeto.

Lo más difícil sin embargo es perdonar a alguien, que no es solamente dejar de odiarlo, sino que además, aceptas lo que te hizo y lo reincorporas a tu vida. Yo tengo dos experiencias en mi vida sobre las que calibro estas sensaciones:

En primer lugar, mis padres se divorciaron cuando yo tendría unos tres años. De repente empecé a no ver a mi padre, ya no dormía en casa, y nadie me dijo porqué. Incluso a los niños de pocos años hay que explicarles estas cosas. Nunca lo consideré un drama como veía que lo consideraban otros, acepté esa situación, aunque recuerdo que a veces lo pasaba mal. De pequeño echaba mucho de menos a mi padre, no entendía porque no venía a verme más a menudo. Pero cuando venía yo me ponía muy feliz y pasaba un día con él fenomenal. Eso es lo que recuerdo en pequeñas escenas incompletas que guardo en la memoria. No recuerdo mucho más. Sé que poco después, de repente, un día dejé de verlo del todo, y nadie me dio explicaciones. Luego supe que era porque mi madre no quería ver lo mal que me ponía cuando mi padre se marchaba… yo sin embargo no recuerdo esa parte de las visitas. Tampoco la culpo de nada. Puede que al final me enfadara con él por no venir a verme.

Años después, de repente y para nuestra sorpresa, recibimos una llamada en casa. Mi padre quería hablar con mi hermana y conmigo, sus hijos. Yo tenía 15 o 16 años, hacía siete que no sabía nada de él. Me sentía muy raro. Nos pidió ir a pasar unas semanas con él a México DF, donde vivía… y aceptamos. Poco después fuimos. Lo vi un hombre mucho más pequeño que como recordaba y mucho más mayor. – Hola Pedro—le dije, no lo llame padre en todo el tiempo que estuve ahí, no me salía. No sentía que fuera mi padre, no lo odiaba, sencillamente no formaba parte de mi vida. Estuve algo más de un mes ahí. No tuvimos ninguna conversación especialmente íntima. Me volví a España tras esos días y seguí con mi vida normal.

Pasaron unos siete meses desde que había vuelto, no había hablado con él desde entonces, no sentía la necesidad. Entonces recibí una llamada en casa, de mi madre, me dijo que mi padre había muerto. Colgué el teléfono y estallé a llorar. Me sorprendió mucho aquella reacción que tuve. Creí que para mí no era importante. Pero supe que quien lloraba era esa parte de mí… ese niño pequeño que se lo pasaba tan bien cuando venía a visitarme mi padre, al que tanto echó de menos y al que tanto quiso. Ya no se podía hacer nada. Pero tal vez podíamos haber aprovechado esta última vez que estuvimos juntos para hablar sobre algunas cosas.

La otra experiencia que me enseñó mucho sobre odiar a alguien fue con mi abuelo. Desde pequeño lo quise con locura, supongo que se convirtió en mi figura paternal. Siempre que podía me quedaba con él y hacíamos un montón de cosas. Me sentía muy a gusto en su casa. A los 16 años, yo no estaba bien en casa con mis padres, quería salir de ahí y le dije a mi abuelo de irme a vivir con él. Él aceptó encantado… pero no fue bien. Yo era un adolescente que de vez en cuando le robaba alguna botella de vino para hacer botellón y que me encerraba con mi chica en la habitación. Tampoco era mucho más complicado. Él me trató mal, no nos entendimos. Acabo poniendo su nombre a todos los víveres de la despensa para marcar que eran de su propiedad, y yo comía de lo que ganaba trabajando. Para él era un gasto molesto y una persona egoísta que solo se preocupaba por pasármelo bien y que se había colado en su casa. Creo que estuve así dos años y no aguanté más. Volví con mis padres, en otra ciudad, y le dije “Adiós”. Decidí no volver a verlo nunca más. Fue una gran decepción para mí. Y lo odié por eso.PERDONAR

Pasaron los años y volví a la ciudad donde vivía mi abuelo, yo ya estaba independizado. Hacía mi vida con mi pareja, y ni se me pasaba por la cabeza volver a verlo. Estuve así un tiempo, pero un día me crucé con él en el supermercado. Lo vi muy mayor, apenas se veía y estaba débil. Creo que no me vio, lo esquivé y me fui a casa, sin decirle nada. Hacía años que no lo veía, habíamos coincidido un par de veces en algún evento familiar. En el que yo no compartía con él ni una palabra, y mantenía la distancia.

Esa noche soñé con él, recordaba cuando era niño e íbamos al campo, hacíamos barbacoas y me enseñaba sobre las plantas… y recordaba el cariño que nos teníamos. Soñé con él alguna noche más. Empecé a pensar en él a menudo, y en que tal vez sería hora de ir a verlo. Sabía que le quedaba poco de vida y no quería arrepentirme de no haber hablado con él. Así que un día cogí y fui a su casa, le llamé, me abrió y entré. Empecé diciéndole que llevaba un tiempo pensando en él, y que había pensado que tal vez sería hora de dejar algunas cosas atrás y… me interrumpió. Se levantó y me dio dos besos y un abrazo, me dijo que no hacía falta hablar más y que todo estaba olvidado, que empezábamos desde cero, ahí mismo. Y en ese momento me sentí muy bien, aliviado de haber vuelto a tener un abuelo, o mejor dicho, un padre. Recuperamos totalmente la relación con normalidad y nos llevamos muy bien. Lo visitaba como mínimo cada semana, durante unos cuantos años más. Estuve con él hasta el final, y me hizo el encargado de llevar a cabo sus últimos encargos. Función que no me gustaba nada pero que acepté con orgullo. Mi abuelo no era perfecto, tenía muchos defectos. Pero lo quería, decidí perdonarlo y aceptarlo como es.

Sé que hice bien, y esta historia la cuento cuando veo que alguien está dolido por la decepción de un ser querido, alguien para quien tal vez la mejor opción no sea borrarlo de tu vida u odiarlo para siempre. A veces vale la pena que tengamos que hacer el esfuerzo de dejar de odiar.

Deja un comentario